religiones del Irán antiguo
Desde la llegada de los pueblos iranios a la meseta a la que darían su nombre y hasta la caída del imperio sasánida, existieron infinidad de religiones en el Irán antiguo. Desafortunadamente, de las tradiciones politeístas más antiguas sólo poseemos algunas informaciones indirectas que nos llegan bien a través de las fuentes clásicas, bien por comparación con las doctrinas de la India védica o gracias al auxilio que nos ofrece la tradición. Un caso aparte, y por cierto bastante excepcional, es la cultura escita, que permanece ajena a las grandes corrientes de pensamiento religioso iranio —especialmente el zoroastrismo y el culto a Ahura Mazda— y que nos ha legado un rico patrimonio arqueológico además de un importante ciclo de narraciones épicas y legendarias. Las leyendas de los nartos han perdurado sorprendentemente a lo largo de los tiempos y aún en la actualidad se mantienen vivas entre los osetos, últimos descendientes de una rama de los alanos, establecidos en la región del Cáucaso. Contienen multitud de elementos comparables a los testimonios de Herodoto acerca de la religión y las costumbres escitas.
En la historia del mundo iranio y entre sus tradiciones religiosas más significativas destaca la doctrina de Zaratustra, llamado Zoroastro por los griegos (pero también Zathraustes; cf. Diodoro Sículo, 1, 94), la cual se impone por su prestigio y por su magnificencia teológica y ética. El respeto y la fama adquiridos por Zaratustra eran tan grandes que incluso el mundo clásico, a partir del Alcibíades I —una obra de Platón o quizás de uno de sus discípulos—, reconoció al profeta iranio como un sabio extraordinario. Algunas fuentes lo consideran incluso profesor de Pitágoras. La información que nos han legado los autores griegos y latinos es compleja, pero es indiscutible que el mundo griego, a pesar de las numerosas tensiones políticas y militares con el imperio persa, reconoció en el «ecumenismo iranio» una fuerza cultural, moral, ética y religiosa diferente de la suya, pero digna de interés y respeto. La religión zoroástrica posee un gran significado en este contexto. Debe recordarse que en la época helenística circulaban numerosos escritos griegos bajo el nombre de Zaratustra y del resto de «magos» —como Ostanes e Histaspes— que se popularizaron como Oracula Chaldaica y adquirieron cierta importancia en la tradición humanista del Renacimiento. A pesar de que la mayoría de estos escritos no se basan en verdaderas tradiciones y que poseen muy poco material realmente iranio, la autoría de estas obras era atribuida a los sabios «persas».
La imagen de Zaratustra que se refleja en las fuentes clásicas y helenísticas es, sin embargo, poco clara, y aún quedan muchas preguntas abiertas sobre el «verdadero» Zaratustra y sobre la historia del zoroastrismo. Hasta ahora se desconoce dónde y cuándo vivió este profeta. Debido a que las Gathas —los «cantos» atribuidos a Zaratustra— están escritas en avéstico antiguo, idioma sumamente arcaico y en algunos aspectos más conservador que el védico, es posible imaginar un origen muy antiguo, hacia finales del segundo milenio o inicios del primer milenio a.C., suposición que queda corroborada mediante la comparación directa con el avéstico reciente, lengua en la que se halla escrito el resto del corpus del Avesta —es decir, la colección de textos sagrados zoroástricos, los cuales, sin embargo, no se recogieron por escrito hasta la época sasánida, procedentes de la tradición oral—. El avéstico reciente parece en muchos casos mucho más similar a los rasgos del persa antiguo, el idioma en el que los soberanos aqueménidas realizaron sus monumentales inscripciones desde la segunda mitad del siglo VI a. C. Como su datación se considera fiable, el avéstico reciente debe ser más o menos coetáneo. Por consiguiente, se supone que la distancia temporal entre ambas tradiciones idiomáticas, es decir, entre el avéstico antiguo y el avéstico reciente, es aproximadamente de cuatro siglos, de lo cual se deduce que la vida de Zaratustra debe situarse a inicios del primer milenio a.C. Pero esta cuestión no puede resolverse sólo con argumentos lingüísticos. Hay que tener en cuenta que una lengua sacra, poética e iniciática, plagada de artificios retóricos y formales como es el avéstico antiguo de las Gathas, se muestra como un medio expresivo extraordinariamente conservador. Por tanto, no permite definir automáticamente su clasificación temporal ni darla por cierta a priori, ya que un idioma de estas características podría reflejar una tradición más antigua. También debe tenerse en cuenta que las dos variantes lingüísticas que aparecen en el Avesta son dos antiguos dialectos iranios diferentes, que bien podrían haberse desarrollado de distinta forma a lo largo de su historia. A esto se remiten aquellos eruditos que parten de otra tradición que, de hecho, sólo viene atestiguada por los textos zoroástricos escritos en pahlevi (más bien se trata del idioma persa medio hablado durante el período sasánida, pero que fue utilizado por escribas y sacerdotes hasta el siglo X d.C.). De acuerdo con esta tradición, Zaratustra habría recibido la revelación 258 años antes que Alejandro, o mejor dicho, llegó al mundo tres siglos antes que el soberano macedonio. Así pues, los años de vida del profeta se situarían entre los siglos VII y VI a.C. A pesar de que el debate sigue abierto, las últimas investigaciones indican que el mundo griego también reconocía una datación similar, ya que muchas fuentes establecen un intervalo de 6.000 años entre Zaratustra y Platón. Este dato no debe interpretarse como una simple especulación fantástica y semimitológica, sino como el reflejo de una teoría irania según la cual el doble espiritual del profeta, su fravashi —una especie de alma preexistente—, fue creado 6.000 años antes de su encarnación física.
La religión zoroástrica vivió numerosas fases y transformaciones ligadas a la historia política de Irán y, sobre todo, al contacto con otras culturas avanzadas, por ejemplo y por mencionar sólo las más importantes: la mesopotámica, la griega, la india y la romano-bizantina. Igual de significativo fue su encuentro —y en algunos casos, «desencuentro»— con otras religiones, sobre todo el judaísmo, el cristianismo, el maniqueísmo y el budismo.
Hay que mencionar que la reconstrucción de la religión mazdeísta y de su evolución no está exenta de fuertes divergencias que dividen a los especialistas. Este estudio expresa un punto de vista autorizado, pero no el único defendido en el debate actual.
En este breve resumen mantenemos que la primera fase del zoroastrismo, representada por la literatura gática y, en general, por la literatura avéstica antigua, puede definirse como una religión monoteísta con una ética dual. Zaratustra adopta a Ahura Mazda como único dios creador y ordenador del mundo [FIG. 4], lo que establece una base monoteísta. Este dios funda la realidad según el principio cosmológico del orden cósmico y divino (asha- en avéstico), diametralmente opuesto al concepto del caos, la mentira y el engaño (druj- en avéstico). Estos conceptos no deben entenderse tan sólo en clave moral, sino cosmológica y ética sobre todo. Las antiguas divinidades de la tradición politeísta, los «daiva», que se corresponden con los devas del Rigveda, son expulsados de la esfera del asha—, es decir, de lo divino y se les niega el honor de las ofrendas. Rebajados al rango de «falsos dioses», son considerados una distorsión del pensamiento y, por tanto, privados de un verdadero estatus ontológico ya que no pertenecen a la dimensión de la «vida», como se verá más adelante, sino de la «fantasía». Tales seres siguen existiendo en el horizonte mazdeísta como una especie de residuos de la tradición politeísta, pero no como «divinidades» sino como los «dioses» de los otros y, sobre todo, como una aberración de la consciencia y fruto de una elección equivocada.
De este modo entramos en el tema de la libertad de elección y el libre albedrío que, según la opinión de algunos intérpretes de la religión zoroástrica, es la piedra angular del pensamiento de Zaratustra. Según el Yasna 30, 3-5, los dos espíritus primigenios, Spenta Mainyu —el espíritu del engrandecimiento y el bien— y Angra Mainyu —el espíritu antagonista—, que pueden considerarse como la manifestación de la facultad de libre pensamiento, eligen libremente entre dos principios opuestos entre sí: entre asha- y druj—, orden y caos, vida y no-vida. Cabe destacar que el zoroastrismo inicial no recurre a ningún tipo de construcciones mitológicas, al contrario, muestra una tendencia claramente antimitológica, fruto de un pensamiento fuertemente abstracto y simbólico, pensamiento que, por ejemplo, se manifiesta en la elaboración de toda una serie de entidades o figuras —en número aún indeterminado y con diferentes grados de personificación en el Avesta antiguo— que representan diferentes aspectos del Ahura Mazda único. Se trata de los llamados Amesha Spentas, los «espíritus inmortales», seis de los cuales se verán canonizados en el Avesta reciente.
El zoroastrismo no parece ser una doctrina de creatio ex nihilo, pues esto es algo que parece hallarse muy alejado del pensamiento indoiranio; sin embargo, tampoco se encuentra ningún mito de la creación propiamente dicho que justifique el acto de creación de Ahura Mazda. La creación es dada como algo a priori, que debe contemplarse a la luz de un antagonismo radical entre los dos principios opuestos asha- y druj- y, sobre todo, como consecuencia derivada de la elección primigenia tomada por los dos espíritus gemelos, Spenta Mainyu y Angra Mainyu. El punto de vista profundamente humano que emana de los escritos gáticos no entra en absoluto en el campo de una definición teológica del status quo ante deum (en caso de proponerse realmente un concepto de este tipo). La existencia de Ahura Mazda se presenta más bien como un «hecho» en sí y por sí mismo, sustancialmente intangible e indefinible desde el punto de vista humano en cuanto que se circunscribe a la autonomía de la divinidad única y suprema.
Muy interesante resulta también la teoría de los dos estados del ser que ya encontramos en la literatura en avéstico antiguo, pero que va evolucionando a lo largo de toda la tradición zoroástrica hasta los textos medievales. La obra creadora de Ahura Mazda se despliega tanto en un plano «mental» (mainyava- en avéstico; menog en pahlevi) como «vital» (gaeithya- en avéstico; getig en pahlevi), pero esta distinción no se traduce en un antagonismo dual y radical entre «espíritu» y «materia», como ocurre en el maniqueísmo: sólo Ahura Mazda posee el poder de generar y dar vida y con ello también la corporeidad física de lo creado. Por el contrario, Angra Mainyu y los daivas son completamente incapaces de crear algo vivo, pues su finalidad intrínseca es la negación absoluta de la vida mediante la no-vida, la muerte y la destrucción del orden cósmico. Bajo este punto de vista, Angra Mainyu provoca únicamente contracreaciones subordinadas a la obra creadora y vital de Ahura Mazda. Por tanto, la superioridad ontológica de Ahura Mazda y de su creación sobre la negatividad nihilista y mortífera del tenebroso Angra Mainyu se manifiesta en la realidad corpórea, en la dimensión de la existencia plena, encarnada principalmente por los hombres.
La literatura en avéstico reciente, sobre todo los himnos (Yashts), el Videvdad («la ley antidemoníaca») y los fragmentos más recientes del Yasna («ofrenda») atestiguan una especie de transformación en la base teológica del zoroastrismo. En estos textos aparece toda una serie de divinidades, algunas de procedencia evidentemente indoirania, como Apam Napat, Mitra, Verehtragna y Thystrya, otras probablemente elaboradas ya en un contexto iranio-zoroástrico, entre ellas Sraosha, Rashnu, etc., a las que se veneraba con ofrendas. Aquí reaparecen algunas de las tradiciones antiguas y ciclos mitológicos en toda su complejidad. De ahí que se pretenda deducir una especie de mediación entre la doctrina zoroástrica originaria y las tradiciones religiosas locales. En qué medida esta orientación religiosa pueda reflejar los cultos del período aqueménida, sobre todo las prácticas religiosas en el entorno directo de los aqueménidas, es algo incierto. Lo que está fuera de duda es que la dinastía persa pertenecía a la tradición mazdeísta.
Hay que resaltar que también en este contexto los daiva, como «falsos dioses», son definitivamente degradados al rango de «demonios»; en cambio las figuras divinas aceptadas en el culto reciben nombres diversos, tales como yazata—, «digno de respeto», baga—, «predestinado», y ratu—, «juez». Pero ninguna de las divinidades adoradas en el panteón zoroástrico es comparable a Ahura Mazda, que no sólo reclama la supremacía total, sino que designa a estos seres celestiales, como luchadores e instrumentos de sus acciones antidiabólicas. También es significativo que la figura del antagonista por excelencia, Angra Mainyu, originariamente enfrentado a Spenta Mainyu, aparezca ahora colocado directamente en el mismo plano que Ahura Mazda. Así pues, no sólo nos encontramos frente a un dualismo ético, sino ante un enfrentamiento radical y directo entre un dios y un demonio. Esta situación aparece de forma aún más palpable en el Videvdad y se impone en los textos pahlevi, donde el dualismo se vuelve estrictamente ontológico. En este nuevo sistema —que aparece plenamente desarrollado a partir de los textos en pahlevi, sobre todo en el primer capítulo del Bundahishn, pero cuyos orígenes seguramente son mucho más antiguos— la concepción del tiempo desempeña un papel importante. Nos encontramos con una fuerte diferenciación entre el tiempo «infinito» y el tiempo «finito», algo que en el Avesta reciente sólo aparece mediante breves alusiones. El tiempo «finito» comprende un ciclo de 12.000 años y se representa como un instrumento divino. Ohrmazd, dotado de «omnisciencia y bondad» absolutas, interrumpe el tiempo «infinito» en el momento en que percibe la existencia del principio opuesto. Este acto preventivo debe evitar que la confrontación de ambas fuerzas se produzca en el plano del espacio-tiempo infinito. De este modo el tiempo «finito» comienza con la creación como acto autónomo, fruto de la autoconsciencia de Ohrmazd en el momento en que se dispone a hacer frente al demonio, cuya existencia ha percibido. Bajo esta perspectiva, este tiempo aún no es el «tiempo histórico», aunque lo supone y asume por necesidad. Así pues, el duelo entre las dos fuerzas primigenias ha empezado con esta operación de interrumpir el tiempo infinito y con la primera fase del desarrollo de la creación en su estadio menog, es decir, un estadio mental y prototípico que simbólicamente abarcará un período de 3.000 años. Falta, sin embargo, un nuevo acontecimiento para establecer definitivamente las reglas del duelo entre los dos principios contrapuestos.
Según la dramatización elegida por la literatura pahlevi para la representación del primer encuentro entre los dos principios cósmicos, Ahriman viene a hablar con Ohrmazd, quien inesperadamente le propone hacer las paces. Debido a su ignorancia, Ahriman no interpreta este gesto como un acto desinteresado, su perturbado raciocinio le hace considerar esta propuesta de paz como un signo manifiesto de debilidad y aprovecha la oportunidad para dar rienda suelta a su irresoluta voluntad de destrucción. Ohrmazd, que ya había previsto esta reacción del espíritu malvado, le propone combatir, como harían dos guerreros, en un espacio y tiempo limitados, es decir, en un tiempo finito, precisamente el ciclo de 12.000 años, y en la creación terrenal. Siempre guiado por su ignorancia, Ahriman estúpidamente acepta este pacto para luego comprobar que ha caído en una trampa y que está condenado a luchar en un espacio-tiempo finito del que no podrá escapar, y que será destruido al finalizar el ciclo de 12.000 años. Además, en el momento de aceptar el pacto y gracias a la oración Ahunwar pronunciada por Ohrmazd, Ahriman queda fuera de combate y relegado a las tinieblas durante 3.000 años. Durante este período, Ohrmazd crea el cielo, el agua, la tierra, las plantas, los animales y los hombres, la creación divina (bundahishn) adquiere forma vital (getig) pero aún permanece inmóvil (un estado definible como getig suspendido en el menog). Al término de esta segunda fase de 3.000 años, se cierra la primera mitad del ciclo cósmico mazdeísta y se inicia la segunda, considerada como verdaderamente getig y que durará otros 6.000 años. Con la ayuda del demonio femenino Jeh, Ahriman despierta finalmente del letargo en que estaba sumido, rompe el exterior de la bóveda celeste, penetra en el mundo y ataca la creación. Su irrupción pone en marcha la realización física del tiempo finito, que se hará visible gracias al movimiento de las estrellas que empiezan a rotar para cerrar el agujero por el que Ahriman y su armada de demonios habían penetrado en el mundo. Según la cosmología zoroástrica, a partir de este punto transcurren los 6.000 años restantes de la creación, hasta que Ahriman es aniquilado y se restablece el tiempo infinito.
Así pues, nos encontramos ante un ciclo cósmico de 12.000 años dividido en dos grandes fases de 6.000 años cada una —una fase menog y otra getig—, que se dividen a su vez en dos subperíodos de 3.000 años. Encontramos también una división ternaria en la cosmología zoroástrica —que podría haber influido en la cosmología maniquea-: la primera fase bundahishn (la «creación») se sitúa antes de la confrontación; la segunda gumezishn (la «mezcla») o el momento de la confrontación; la tercera frash(a)gird (del avéstico frasho.kereti—, femenino, literalmente: «el acto para hacer brillar [la existencia]») o etapa de la «renovación» final.
La historia de la humanidad se entiende, pues, como la historia de la «mezcla», del dolor producido por la irrupción del mal. Se acompaña del movimiento del Sol, la Luna y las estrellas, pertenecientes a la creación «buena», pero también de los planetas, que se consideran seres diabólicos. El tiempo histórico en este contexto no representa una dimensión de decadencia ni una expulsión del paraíso perdido, sino un lugar de combate que conduce a la salvación y al rescate final. Podemos afirmar, por tanto, que el sistema mazdeísta considera absolutamente positivo lo existente, todo «lo que se encuentra en la historia», la existencia en suma, en cuanto instrumento operativo esencial para conseguir la victoria total sobre Ahriman.
Esta interpretación, según la cual dios crea el tiempo finito después de identificar el mal, posee una importancia central en el pensamiento iranio arcaico y medieval y, en cierto sentido, es de una modernidad impresionante. Es la alteridad negativa, el antagonismo, quien provoca la interrupción del infinito y conduce al desarrollo de una creación estructurada principalmente como un sistema limitado en el espacio-tiempo. Ésta es la base de la historia humana, totalmente getig en la acepción positiva ya precisada, cuyo objetivo final está claro: la aniquilación del mal y de Ahriman. El final de la historia es, pues, el final de la propia historia, es decir, el fin del sufrimiento, la liberación de la dialéctica del conflicto entre el bien y el mal, el regreso del tiempo infinito en el que la humanidad vivirá finalmente la tan i pasen o resurrección carnal, que no anula ni desmiente el estado getig sino que lo devuelve a su dimensión arquetípica. Otro tema es el destino final de Ahriman, a quien los tratados filosóficos zoroástricos —de carácter marcadamente aristotélico— le asignan la suspensión en un estado de «impotencia» del que el maligno nunca podrá escapar ni reaparecer. También puede decirse algo sobre el tema de la apocalíptica mazdeísta en la era sasánida y postsasánida, que si bien está basada en teorías escatológicas arcaicas también está poderosamente influida —sobre todo en lo que se refiere a la creación de un «genero literario» claramente apocalíptico— por la literatura judeocristiana e islámica, según investigaciones recientes.
Cabe mencionar también otra versión teológica perteneciente a la tradición zurvanita, según la cual Ohrmazd y Ahriman son hijos de Zurvan, el dios del tiempo, una especie de deus otiosus primigenio que anhelaba tener un hijo y para ello ofrece un sacrificio de 1.000 años, pero encontrándose próximo al final de la ofrenda duda de la eficacia del rito consumado. Del seno de Zurvan nacen dos gemelos (seres que hubieron de ser concebidos de forma andrógina): Ohrmazd, el fruto de la ofrenda, y Ahriman, producto de la duda. Esta doctrina, que se encuentra en clara oposición a la tradición «ortodoxa», probablemente trate de responder al dualismo radical de la cosmología desarrollada en el ámbito del mazdeísmo postgático y sasánida, introduciendo un nuevo monoteísmo y un origen único en la dinámica del conflicto entre luz y tinieblas. El origen del mal es en este caso fruto de la casualidad, de la duda surgida en la mente. Para justificar el origen del antagonismo entre el bien y el mal, aquí se asume una evidente imperfección del dios, un ansia divina que genera la ofrenda pero también la duda sobre su eficacia. Será Ohrmazd, nacido antológicamente «bueno» en cuando vástago de la ofrenda, a quien corresponda enmendar esta imperfección y restablecer un orden nuevo y superior.
La actitud positiva del zoroastrismo, y de gran parte de las corrientes teológicas que de él se derivan, se manifiesta en la suerte final reservada a la humanidad. De hecho, si bien la literatura pahlevi prevé la existencia de un infierno (dushox), de una especie de purgatorio (hammistagan) y de un paraíso (garodman), la apocatástasis del hierro y el fuego desencadenada con la llegada del último hijo de Zoroastro, el Saoshyant, una especie de «redentor» por excelencia (Soshyans en pahlevi), restituye la situación original haciendo que a todos los seres humanos les sea concedida la resurrección de la carne —una doctrina ya documentada en los textos en avéstico reciente—, el perdón y la dicha eterna. Según la interpretación zoroástrica, sería inadmisible una condena definitiva y eterna por las culpas —por graves que éstas sean— cometidas en el tiempo histórico y por tanto limitado de por sí, pues se daría una objetiva desproporción entre falta y castigo. Por otro lado, tal interpretación es totalmente coherente con la doctrina de la libertad de elección, consumada por los fravashi (frawahr en pahlevi), una suerte de doble espíritu femenino preexistente en cada hombre y cada mujer, los cuales en la fase primigenia de la creación, menog, eligieron arriesgarse a la encarnación aun sabiendo que podrían incurrir en la seducción del mal, pero contando al mismo tiempo con la garantía de acceder a la salvación final.
Finalmente, cabe mencionar muy brevemente que la religión zoroástrica, pese a ser fuertemente reprimida tras la difusión del Islam en la meseta irania y la caída del imperio sasánida en el siglo VII d.C., sigue viva en la actualidad, principalmente en los alrededores de Yezd y Kermán, así como en India y Pakistán, donde sus seguidores se conocen como «parsis». En Europa y América también existen numerosas comunidades zoroástricas de origen persa o indio.